Tres revelaciones de Jorge Selume, ex Secom de Piñera: “Preso del pánico, maldije a todo pulmón a mi jefe”
El psicólogo y director de la SECOM durante el gobierno de Piñera expone entre irrisorias y controvertidas anécdotas el poder dentro de La Moneda y su admiración por el ex presidente.
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Tiempos Mejores, un relato personal sobre la política, el poder y de cómo (casi) todo se va al carajo es el título del revelador libro de Jorge Selume, psicólogo y experto en marketing electoral, que está sacudiendo el panorama político chileno. En esta obra, Selume ofrece un relato íntimo y sincero de su tiempo como director de la Secretaría de Comunicaciones (SECOM) durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera. Desde su privilegiada posición, estuvo presente en momentos cruciales del mandato, incluyendo el asesinato de Camilo Catrillanca y el estallido social de 2019, eventos que definieron el curso del gobierno y del país. A través de sus páginas, el autor revela lo que realmente ocurrió tras bambalinas durante estas crisis, arrojando luz sobre las decisiones que tomó y los sacrificios que hizo, incluyendo la sorprendente decisión de poner su cargo a disposición por un error que no cometió.
📚 Selume no solo relata los desafíos de gestionar la comunicación gubernamental en tiempos de crisis, sino que también revela los conflictos internos y tensiones que surgieron dentro del círculo cercano al presidente Piñera. En Copano.news, hemos realizado un ranking de los tres momentos más épicos descritos en el libro, comenzando con su enfrentamiento con Cecilia Pérez, una de las figuras más cercanas al presidente Piñera, y cómo esta relación marcó un antes y un después en su vida profesional.
3. Round con Cecilia Perez
⚡ Selume describe a Cecilia Pérez como una figura única dentro del piñerismo. “Cecilia no provenía de un colegio privado, como el resto del gabinete, ni se había criado en el sector oriente de la capital”, señala Selume, destacando que, lejos de los privilegios, Pérez desarrolló habilidades que la llevaron a La Moneda y la posicionaron en un lugar especial en el círculo de confianza del presidente Piñera. Ambición, estómago, lealtad y popularidad son cualidades que, según él, definieron su trayectoria. Selume subraya que no solo su inteligencia, sino también su astucia y una “plástica imaginación” la convertían en una mujer capaz de encontrar soluciones donde otros veían problemas. “Cecilia era capaz de sortear un relámpago. La podían pillar con un muerto en el maletero y era capaz de salir jugando sin que le sacaran siquiera un parte”, asegura el autor.
🌪️ Sin embargo, el estallido social de 2019 marcó un punto de inflexión en esta relación. Según Selume, la agenda de Pérez comenzó a desalinearse de la del Gobierno, lo que lo llevó a expresar abiertamente sus diferencias, cruzando una línea que ella misma había trazado en su relación: “Mientras no estés en contra de mí, estoy a favor de ti”, le había advertido durante su tiempo de cercanía, cuando solía llamarlo cariñosamente “Mi Selu”. Este distanciamiento se materializó cuando Pérez empezó a llamarlo simplemente “Selume”, abriendo una grieta en su relación que, según él, estuvo a punto de costarle el puesto.
—¿Acoso laboral? —pregunté pasmado.
—Es una funcionaria que se siente maltratada. Dice que no se le considera ni se le da el trato que merece. Que tú no le reconoces su trabajo, Jorge.
Con esa información al menos pude saber que la presunta denunciante era mujer. Hantelmann continuó la presentación del "caso".
—También dice que la cambiaron a una oficina sola, separada del equipo y que no tiene ventana.
—Subse, ¿usted cree que estoy preocupado de dónde se sienta cada quién? En la Secom trabajan más de cien personas. Háblelo con la Fran Jara, ella está a cargo de las cosas administrativas.
—En su declaración asegura que no has respetado los procesos de licitación.
—¿De qué licitación me habla, subse?
—De las campañas publicitarias.
Ahí me enteré de que la denuncia además provenía del área de marketing. El tamaño muestral se había reducido.
—¿Me pregunta si he acelerado o corregido campañas? ¿Quién no lo ha hecho! ¡Es parte de la pega! Pero, dígame, ¿qué tiene que ver eso con maltrato laboral?
—Eso solo lo podrá determinar el sumario interno —me dijo el subse fumando un cigarrillo.
—Si me someto a un sumario estoy liquidado. Usted sabe cómo funciona esto, si se inicia el proceso, se filtra a la prensa y me cortan la cabeza. Subse, ¿acaso quiere verme entrar al horno sabiendo que voy a salir quemado?
—¿Tú crees que busco perjudicarte, Jorge?
—¡Estás dando por cierta una acusación que es falsa! —le reclamé indignado.
—Jorge, mi deber como subsecretario es acoger cualquier acusación que se presente, por absurda que esta sea.
No le contesté. Estaba en shock. Por más que miraba el techo, la explicación no caía del cielo. Entonces Hantelmann, tratando de interrumpir el incómodo silencio, me dio un pésimo consejo.
—¿Quieres que te dé un consejo?
—¿Cuál sería? —pregunté.
—Tómate un permiso administrativo y despeja la cabeza. Anda a la playa, te hará bien.
—¿Irme de vacaciones en vez de quedarme y defenderme? Fue, y sigue siendo, el peor consejo que haya recibido. Pero al menos sirvió para darme cuenta de que la solución se hallaba fuera de esa oficina. La poca energía que me quedaba, la usé para despedirme simulando gratitud.
—Gracias, lo pensaré y mañana vuelvo con usted.
Caminé de regreso a mi escritorio preguntándome quién estaba detrás de esta farsa. Es verdad que yo no era un jefe dicharachero, más bien era parco. Apenas saludaba a los colegas con la mano, justamente para guardar las distancias, y era consciente de que esa actitud era interpretada por algunos como antipatía o soberbia. Pero no me importaba. Solo me era relevante que el trabajo se llevara a cabo. Así como el Gobierno se había desconectado del dolor ciudadano, yo había perdido la capacidad de ver a las personas más allá de sus roles en la Secom. Los vicios inherentes al poder son contagiosos, y yo no estuve exento de esa falta de visión.
Rápidamente, por el correo de brujas de la Secretaría, algunos funcionarios se acercaron para advertirme quién se había prestado para ejecutar la operación. La denunciante era la hijastra de una íntima amiga de Cecilia, Monserrat Bauza, más conocida en la división como "la ahijada política de la ministra". No soy un as de las matemáticas, pero no me costó hacer el uno más uno para entender desde dónde se había digitado el montaje y cuál era el móvil detrás de este. El origen se hallaba pocos días antes, cuando le advertí al presidente, con antecedentes en mano, que Cecilia estaba poniendo sus intereses por sobre los del Gobierno. El presidente de seguro la había confrontado y ahora ella debía lanzar una bomba de humo para neutralizar mi ataque. Jugar al empate, de modo que si no ganaba, tampoco perdía.
(...)
Si bien era la primera vez que me veía afectado por una operación de esta naturaleza, había sido testigo de otras y dos cosas había aprendido desde la tribuna. Uno: si te dejáis estar veinticuatro horas, estas operaciones toman vida propia y se vuelven incontrolables. Dos: subirles el costo a tus rivales, y quién mejor para subirle el costo a Cecilia que la máxima autoridad del país? Esperé a que me notificaran la llegada de Piñera, crucé el segundo piso, atravesé el pasillo de los presidentes y me dejé caer en su despacho. Hice ese recorrido tantas veces, que al día de hoy podría hacerlo con los ojos vendados. Cuando el presidente llegó, no se sorprendió al encontrarme al interior de su oficina. No era la primera vez que le hacía esa encerrona.
—Señor Selume, buenos días.
—Buenos días, presidente.
—¿Qué lo trae por acá?
—Un problema que no puede esperar.
Abrió los ojos en señal de alerta y, dejando de lado el tono jovial, me preguntó con gravedad:
—¿Qué pasó?
—No se preocupe, el problema no es del Gobierno, es mío. Aunque podría terminar siendo un problema para todos.
—Vaya directo al grano, usted sabe que no me gustan los preámbulos.
Le conté la historia de la forma más sintética posible. Me sentía incómodo, jamás he sido de los empleados que llevan problemas al jefe. Pero la situación lo exigía, por lo que me tragué mi orgullo.
—Pero, Selume, no exagere, si esto no es tan grave —me dijo Piñera. Su respuesta me dejó helado, aunque resultaba entendible. Para alguien que ha atravesado escándalos a lo largo de tres décadas, mi drama parecía un problema de kindergarten.
—¿Cómo no va a ser grave? ¿Usted estaría dispuesto a que le inventaran historias, salieran en la prensa y su familia las leyera?
—¡Me pasa todos los días! —exclamó, alzando los brazos y soltando una carcajada.
—Lo sé, pero usted es presidente de Chile y yo soy solo un funcionario. Usted está hecho para estas peleas, en cambio, yo no.
—Señor Selume, quién lo habría dicho, yo pensé que usted tenía cuero de chancho.
—Para algunas cosas, pero no estoy disponible para que se manche mi honra.
Me parece bien que se defienda, siempre y cuando no exponga al Gobierno. Hay un protocolo para tratar estos temas.
—Ahí es donde topamos, presidente, porque yo no pienso someterme a ningún sumario. En el momento que acepto participar de esa farsa, estoy mediáticamente muerto. La noticia me liquidará y nada importará que después se pruebe mi inocencia.
—Bueno, entonces hable con la Cecilia y dígale que, si esto se filtra, yo sabré a quién responsabilizar. Si la operación, como dice usted, proviene de ella, con eso bastará.
Me sorprendió la claridad con que analizó la situación. Le agradecí y, antes de retirarme, me hizo una petición.
—Y, Selume, ¿le pido un favor? Dejen de pelearse.
Crucé el Patio de los Naranjos y subí los innumerables peldaños que me distanciaban de la oficina de Cecilia. Llegué un poco ahogado, debí haber subido muy rápido. Ella se encontraba en reunión, por lo que esperé de pie junto a la puerta. La espera solo ayudó a subir mis pulsaciones, por lo que, cuando entré a su oficina, le hice ver mi indignación sin tapujos. En un principio puso cara de póker, pero insistí y subí la apuesta, para hacerle ver que estaba dispuesto a tirar el mantel. Quisiera reproducir esa conversación, pero estaba tan enojado que no recuerdo cada palabra. Cuando la sindicqué a ella como autora intelectual de la operación, no lo negó ni lo confirmó. Solo le cambió la cara cuando le dije que el presidente ya estaba al tanto de todo lo que sucedía.
2. El informe de Big Data que involucró a Luksic y Hinzpeter (y que le costó el cargo)
Aunque la información de que Big Data Analytics, empresa con sede corporativa en Madrid, trascendió en la prensa en 2020, hasta ahora no había habido confirmación de parte de quienes trabajaban en el gobierno en esa época sobre el origen del reconocido informe que responsabilizaba del estallido a los K-popers, Mon Laferte y Claudio Bravo. Selume también desclasifica que el enlace de la empresa española con el gobierno fue a través del Banco de Chile, propiedad de Andrónico Luksic, y en particular, a través de Rodrigo Hinzpeter, otrora ministro del Interior de Piñera y en ese momento funcionario del banco de Luksic.
📊 A Selume lo llamaban cada vez que llegaban informes sobre quién estaba detrás del estallido, ya que había llegado al gobierno con fama de analista de datos, aunque reconoce que su experiencia era en marketing y en investigación de mercado, y que sobre geopolítica y ciberataques "no tenía la más mínima idea". “De todas formas, nunca rehuí al llamado que provenía del segundo piso. A fin de cuentas, eso aumentaba mi influencia (y ese es el principal anhelo de cualquier consultor)”, añade Selume, que de todas formas era capaz de ver los errores detrás del análisis de datos sin conocimiento del contexto en el que aparecían.
—Son españoles. Trabajan para un banco importante con presencia en Chile —sostuvo Ubilla con su habitual firmeza.
Al saber que la firma era española, asumí que el banco en cuestión era el también español Banco Santander, tras lo cual mi curiosidad se acabó y pasé a centrarme en el contenido del reporte.
—Bueno, vamos por partes. Creo que lo más destacable es el exhaustivo levantamiento de información. Procesaron un gran volumen de datos. Ahora, respecto de las segmentaciones y categorizaciones, habría que revisarlo con más detalle, pero, a priori, creo que hay un problema.
—¿Cuál problema? —preguntó inquieto el presidente.
—El clásico problema de una compañía extranjera: desconocen el contexto local y eso la lleva a interpretar mal los datos.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Ubilla.
—Bueno, si pones a Claudio Bravo en un mismo clúster con Mon Laferte y Dauno Tótoro, entonces quiere decir que no sabes dónde estás parado. Que algunas personas pertenezcan a una misma red de nodos no significa que actúen coordinadas. Son relaciones circunstanciales, un retuit o un like, como muchas otras que se producen a diario en redes sociales.
Al no recibir respuesta, hice un esfuerzo por ser más claro y categórico.
—Si me apuran, personalmente, no tomaría en consideración este informe.
—Pero ¿cómo que no? Es un informe súper detallado de lo que ha pasado y de quienes han participado.
—¿Participado en qué? Escribir un tuit en favor de la primera línea o en contra de Carabineros no te hace partícipe de nada.
El presidente insistió, esta vez tomando el mamotreto y agitándolo por los aires.
—Este es un informe que viene de alguien muy comprometido, confiable y que quiere genuinamente ayudar.
—Yo también quiero ayudar, presidente. Por lo mismo, déjeme decirle que este informe no cumple con la máxima premisa que debe seguir todo analista.
—¿Y cuál es esa?
—Que el contenido es importante, pero el contexto es el rey.
No recordaba haber visto al presidente defender un reporte con tanto ahínco. Claramente confiaba en la fuente detrás de él, tanto, que se mostraba dispuesto a romper sus exigentes estándares metodológicos. El resto de los presentes se mantuvo mudo, por lo que comprendí que no era recomendable continuar con mis cuestionamientos. Preferí copiar la conducta de los mayores, seguirle el juego al mandatario y consolarme pensando que un soldado que sobrevive sirve para la próxima batalla.
—Presidente, la última decisión es suya, pero, si de mí dependiera, pediría la base de datos y haría un chequeo interno con nuestro equipo.
—Selume, no tenemos tiempo para eso. La ciudadanía tiene derecho a saber cuanto antes lo que pasó.
—Pero, presidente, en estas páginas no está la respuesta que usted está buscando. Al menos, yo no la veo, ¿ustedes sí? —pregunté a los demás en búsqueda de apoyo.
El presidente no dio espacio para nuevas opiniones e irrumpió en seco.
—Selume, no es necesario que su equipo revise el informe. Usted tendrá la oportunidad de despejar todas sus dudas en una reunión que habrá este jueves con la persona a cargo del informe.
—¿Con los españoles? —pregunté sorprendido.
—Sí, están de visita en Santiago y se reunirán con usted y con Rodrigo Ubilla.
En el acto miré a Ubilla y él, con la astucia que lo caracteriza, me hizo un gesto con los ojos llamando al orden y dándome a entender que lo mejor era callar. Ya tendría tiempo para resolver mis inquietudes.
—Me parece perfecto, presidente —contesté.
—Prepare una lista con preguntas y llévalas a la reunión. De seguro ellos serán capaces de aclarar sus dudas.
—Así lo haré, gracias, presidente.
Por la reacción de Ubilla también entendí que esa reunión ya estaba coordinada, y que, producto de mi tozudez, el presidente decidió sumarme a último momento. El informe era un barco que ya había zarpado.
Dos días después me dirigí a las oficinas de la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) para sostener la reunión. Era la primera vez que pisaba el edificio y debo reconocer, con algo de vergüenza, que me sentía emocionado. Esperaba un acceso lleno de revisiones y máquinas de última tecnología. No fue ni lo uno ni lo otro. Ingresé sin mayores chequeos y las máquinas eran incluso más viejas que las del aeropuerto. Me subí al ascensor y me bajé en el último piso. Mientras me escoltaban a la sala de reuniones, nos cruzamos fugazmente en el pasillo con Nicolossi, quien me miró y no me dirigió el saludo. A ojos del resto éramos dos perfectos desconocidos. Al ingresar a la sala me encontré con una mesa en forma de U colmada de civiles y uniformados. A pesar de mi puntualidad, era uno de los últimos en llegar. A vuelo de pájaro éramos más de quince personas. Yo esperaba una reunión privada, no masiva. Los civiles éramos Rodrigo Ubilla y yo, los dos analistas españoles y, para mi asombro, Rodrigo Hinzpeter, exministro del Interior de Piñera en su primer mandato, pero, más importante, por ese entonces importante ejecutivo del grupo Luksic. De inmediato entendí lo que significaba su presencia en la sala: el cliente de los españoles no era el Santander, sino el Banco de Chile, propiedad de su empleador. ¿Qué podría salir mal de un informe que le regala un importante grupo empresarial a la máxima autoridad del país? ¿Qué pasaría si se supiera que una institución autónoma, como la ANI, estaba siendo influenciada por la élite empresarial? Sería un escándalo a todo lo ancho y la palabra intervencionismo pasaría a copar los titulares.
(...)
La Navidad estaba próxima y lo más recomendable era aguantar la respiración, capear la ola y centrar mis esfuerzos en que no se filtrara el verdadero responsable del informe. No fue una tarea sencilla mantenerlo, por un tiempo, en secreto. Primero, porque mi equipo, que desconocía el verdadero origen del estudio, estaba indignado y se mostraba reacio a pagar los platos rotos. Creían
que me ayudaban cuando desmentían las versiones que apuntaban a la Secom. Segundo, porque al poco tiempo empecé a recibir llamadas de dos periodistas, de diferentes medios, preguntando si era verdad que un connotado empresario estaba detrás del “informe K-pop”. Las alarmas se encendieron y pude ver dos cosas con claridad. Lo manifiesto: que un potencial problema golpeaba la puerta del presidente. Lo latente: que su problema podía ser una oportunidad para mí. Sin mayor preámbulo, fui a su despacho y le expuse mi repentina idea.
—Presidente, ¿tiene un minuto? Quiero comentarle algo acerca del informe de big data.
—¿Qué pasa ahora con ese informe?! —preguntó irritado.
—Tenemos una alerta roja. He recibido dos llamadas de distintos periodistas preguntando si es verdad que hay un empresario detrás de él.
En ese momento me gané su atención. Lo noté porque comenzó a morder su regla.
—Pase y cierre la puerta, Selume —tras la instrucción inicial, rápidamente pasó a preguntar—: ¿Qué les ha dicho?
—Lo mismo de siempre, presidente. Lo desmentí de plano, pero no los noté muy convencidos.
—¿Le dieron algún nombre?
—No, presidente.
—Quiere decir que no tienen nada.
Antes de perder su atención, lo contradije al instante.
—Presidente, si me permite, creo que no está bien. El problema seguirá abierto mientras el informe no tenga padre. Si no hacemos algo, llegarán al nombre que queremos evitar.
—¿Y qué propone?
—Que seamos proactivos y le demos a la prensa una carnada que los deje satisfechos. Cerrar este capítulo y que no conecten el informe con usted ni con el grupo Luksic. Imagínese el titular: “El Gobierno y los empresarios hacen un informe para desacreditar el estallido social”.
Piñera se quedó mirándome en silencio, continuaba masticando su regla, en señal de que siguiera elaborando mi argumentación.
—Si algún periodista lo descubre, el problema se va a anidar en este despacho —le dije, golpeando con el dedo índice su escritorio—, en el corazón de la república, y no tengo dudas de que enfrentará una segunda acusación constitucional.
Piñera se sacó la regla de entre los dientes y la azotó contra una pila de carpetas. Era un buen indicio. Había logrado removerlo.
—¡Menos palabras y más acción!, ¿qué sugiere?
—Seguir el manual al pie de la letra, presidente.
—¡Hable claro, Selume!!
—Hay que tener a un responsable.
—¿Y a quién tiene en mente?
—A mí, presidente.
Por su reacción noté que mi respuesta lo agarró desprevenido. Soltó la regla, se inclinó hacia delante apoyando los codos contra el escritorio y me preguntó sosegadamente:
—¿Está seguro de lo que me está proponiendo?
—Cien por ciento, presidente. La prensa ya especula que yo soy uno de los autores, esa idea ya está instalada, por lo que nadie se lo cuestionará. En este caso soy un fusible efectivo para alejar el problema… o al menos para enfriarlo.
—¿Y por qué haría algo así? —me preguntó, poniéndome a prueba.
—¿Y por qué no? Usted y yo sabemos que varios parlamentarios de Chile Vamos están pidiendo mi cabeza. No es un secreto que tengo los días contados. Mejor irme ahora, que algo valgo, que más tarde, cuando usted no sepa qué hacer conmigo.
—Yo lo hacía más fuerte, Selume, no pensé que era de los que se bajan del barco cuando las cosas se complican.
—Quiero ayudar y volver a casa. Esta es una oportunidad única para hacer ambas cosas.
1. "Poseído por el personaje de indignado, lancé con rabia la chaqueta hacia el corazón de las brasas"
🔥 Casi se cumplía un mes desde que las protestas estallaron en todo Chile el 18 de octubre de 2019, cuando Selume, conversando con un diputado socialista en su casa en Ñuñoa, discutía las condiciones necesarias para encontrar una salida institucional a la crisis política. El acuerdo dependía en gran medida de que Piñera no desplegara a los militares para reprimir las protestas, una opción que también generaba dudas entre los propios militares. "A algunos nos preocupa que se repita la historia", indicó Selume, citando la respuesta del general Ricardo Martínez ante la consulta de Piñera sobre a qué historia se refería. El general especificó: "La de héroes por un día, presos para toda la vida", aludiendo al riesgo que enfrentaban los militares si se involucraban en la represión.
🚗 En medio del caos en el transporte y la urgencia de Piñera por dar un discurso el 12 de noviembre, Selume pidió un vehículo al diputado opositor, quien se lo confió sin saber que podría haber terminado como leña en una barricada en una esquina cercana al Parque Bustamante. Al menos, así lo relata Jorge Selume en su libro, pintando una escena que captura el estado de conmoción y éxtasis que el autor atribuye al pueblo chileno durante el estallido social, que lo llevó a abandonar sus propios principios. En esas horas críticas, mientras Piñera decidía si desplegar a los militares, como deseaba Larroulet, o propiciar un acuerdo y ofrecer una nueva Constitución, como sugería Blumel, se desarrollaba un drama que Selume describe en detalle.
No tenía más chance que apretar las muelas y avanzar muy, pero muy lento. Al frente, otro grupo había prendido fuego a una barricada y bailaba alrededor al igual que una tribu en trance.
Mientras avanzaba me imaginé a la policía filtrando la nota a la prensa: "Director de Comunicaciones del Gobierno es atacado por una turba mientras conduce la camioneta de un diputado socialista". De ventilarse, pasaría a ser un pasivo para el Gobierno, un problema para mi jefe, un fusible del cual deshacerse. No había avanzado ni cinco metros cuando la camioneta comenzó a agitarse como coctelera por el manoteo colectivo de jóvenes sudados con cabellos carbonizados y ojos desorbitados. A coro escuché emerger el grito burlesco y autoritario de "¡El que no baila, no pasa!, ¡el que no baila, no pasa!". Me mantuve rígido como una estatua, conformándome con sostener el auto en neutro para no correr el riesgo de siquiera rasguñar a alguno y, de paso, transformarlo en mártir televisivo.
Desde fuera, el griterío era cada vez más ensordecedor. "¡El que no baila, no pasa!, ¡el que no baila, no pasa!". Bastaron unos cuantos golpes a palma abierta contra la ventana para que decidiera bajar de la camioneta. No había otra opción: o bailaba o ambos terminaríamos en el taller. La adrenalina hizo su trabajo y me empujó a salir con decisión a mover el esqueleto, dar zancadas descoordinadas hacia la barricada e incluso a sacarme la chaqueta para agitarla por los aires y bailar con la misma intensidad y torpeza que en mi fiesta de matrimonio. Giré como trompo con la vista pegada al cielo para rehuir a las pupilas que brincaban a mi alrededor y ocultar así el susto que develaban mis ojos. El coro excitado de la muchedumbre—"¡Eh!, ¡eh!, ¡eh!"—, sumado al compás de los aplausos, me hizo doblar la apuesta y, poseído por el personaje del indignado, lancé con rabia la chaqueta hacia el corazón de las brasas, desahogué la desilusión contenida y libré un grito primal—"¡Aaarrggg!"—. Rugidos de euforia se sumaron, revolvieron el aire y avivaron el fuego por lo alto. Las llamas anaranjadas se extendieron hasta los dos metros y enrojecieron nuestros rostros al calor del odio. La lumbre se sacudió caprichosamente hacia los costados con la ayuda de la brisa primaveral, desparramando cenizas por los alrededores e impregnando mis pulmones con partículas de terror. Fue ahí cuando, preso del pánico, maldije a todo pulmón a mi jefe. ¿Qué dije? No lo recuerdo, es como si estuviera bloqueado en mi memoria, como si en ese instante me hubiera desdoblado. Sí recuerdo que acto seguido vinieron más aplausos y vítores y que, tras unos segundos, una chica de pelo corto y peto rojo instó a que me dejaran pasar. Volví al auto con la mirada pegada al suelo para esconder la traición y el puño en alto para sostener la mentira. Me subí a la camioneta, extendí el pulgar en señal de aprobación, me abrieron paso y avancé sin mayores contratiempos hasta dejarlos atrás.
El perímetro contiguo a La Moneda estaba protegido por vallas papales y la guardia de palacio. Fui rompiendo los anillos gracias a mi credencial. Jorge Selume Aguirre, director de Comunicaciones del Gobierno, rango n.º 1. Tuve que mostrarla en tres puntos de control y darme la vuelta por Amunátegui hasta arribar al búnker presidencial. Una vez allí, protegido bajo tierra, recién dejé de apretar con fuerza el manubrio y me costó trabajo girar la llave para apagar el motor. Tenía los dedos tensos y tiritones, me dolían los nudillos y mis palmas estaban acalambradas. También me resultó difícil bajar del auto, las rodillas se me habían congelado y crujían al rotar. Cerré la camioneta, subí con algo de dificultad por las escaleras que llevan al pasillo de los presidentes, atravesé el Salón Azul y llegué al despacho del mandatario. En la recepción estaban Maida Díaz y Benjamín Salas. Ambos me miraron de abajo hacia arriba. Maida me preguntó:
—¿Y a ti qué te pasó?
No me había percatado de que tenía la camisa manchada por el hollín que desprendía la barricada donde minutos antes bailé renegando al presidente. Mientras sacudía la tela de mi excamisa blanca, solo atiné a mentir.
—Pinché un neumático —dije escueto, clavando la mirada contra el parquet del piso. El ambiente estaba tan alborotado que nadie tuvo tiempo de poner en duda mi versión.
—Ven rápido, tenemos que terminar el discurso, tú eres bueno para entender la letra del jefe. Ponte en ese computador y empieza de atrás para delante. Yo voy recién en la segunda página.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Una hora —interrumpió Benjamín, sin despegar la vista de la pantalla.
—¿Y el general Martínez?
—No vino, pero hablaron por teléfono.
—¿Y cómo salió eso?
Maida levantó unas cuantas hojas rayadas con la frenética caligrafía del presidente y me dijo en tono de forzosa invitación:
—Acá está tu respuesta.
Luego de constatar que no habría estado de excepción, logré bajar la ansiedad y mirar el texto con algo de perspectiva. Es cierto que el presidente había optado por una salida democrática para encauzar el conflicto, pero, más allá de sus convicciones políticas, esta decisión respondía a un aspecto medular de su carácter: el pragmatismo. El verdadero dilema de Piñera era si dejar su legado en manos de los militares o de un Parlamento sumamente fragmentado y populista. No era una decisión sencilla, pues a su entender ninguna alternativa asomaba capaz de recobrar el control y la paz en las calles. En el caso de los militares, su intervención seguramente cobraría vidas y, por ende, traería más violencia. En el caso del Parlamento, si se llegase a alcanzar un acuerdo, el país se embarcaría en un proceso constitucional que podría llevarnos a un horizonte incierto. En ambos escenarios, Piñera tendría que responder ante la historia: ya sea por el uso de las armas o por el naufragio. Finalmente, optó por esto último. Al menos, la vía institucional abría un espacio de esperanza; lo otro significaba sucumbir ante la fuerza de los hechos, algo que era ajeno a su naturaleza. Además, en el ámbito político, algo de incidencia, por mínima que fuera, tendría sobre su destino. Y si la apuesta salía mal, el costo podría repartirse con otros líderes, cosa que era impensable en el marco de un conflicto armado. Ahora, más allá de este trasfondo, con algo de asombro me detuve a revisar el tenor con que estaba redactado el anuncio. En tres años era la primera vez que me tocaba revisar un discurso donde él no era el núcleo de la alocución. Se trataba de una declaración basada en principios, no en acciones, cargada a la atmósfera y no a los hechos. A fin de cuentas, el discurso con menos gestión, con menos "Yo" de su mandato. Fue una decisión acertada de su parte, el contexto demandaba precisamente eso: que él se pusiera al margen y pasara de ser un obstáculo a un facilitador. Esa noche, oficialmente, buena parte del poder dejaba La Moneda y se transportaba en vuelo directo hacia el Congreso en Valparaíso.
Una vez hecha la transcripción, sacamos copias y nos instalamos en el comedor presidencial. Estaban Blumel, Espina, Larroulet, Maida, Benjamín, el subsecretario Rodrigo Ubilla, la ministra Karla Rubilar y yo con mi camisa empolvada. El presidente hizo su entrada sin saludar a nadie. Tomó el discurso, se puso los anteojos y pidió expresamente que nos tomáramos el tiempo para leer en silencio y que luego abriría espacio para comentarios. Tras una prolongada pausa, se abrieron los fuegos y comenzaron las observaciones centradas en detalles, pues el fondo ya se había zanjado antes, mientras manejaba la 4x4. Con todo, por mi parte no pude evitar hacer un comentario que me parecía de perogrullo, pero, como nadie lo levantó, no tuve más remedio que ponerlo sobre la mesa. Se trataba de una medida que anunciaba el reintegro temporal a las filas de carabineros jubilados.
—Presidente, seremos el hazmerreír de todos. Poner a un tatita a cargo de la seguridad es un chiste de mal gusto. El efecto comunicacional será negativo. En vez de transmitir protección, vamos a dar la sensación de desesperación y descontrol.
Como era de esperarse, el ministro Espina, promotor de la medida, alzó la voz para defender su idea. Me hizo ver que la decisión ya estaba tomada, que el Gobierno tenía que mostrar actitud y verse enérgico. No pude evitar interrumpirlo.
—Por lo mismo, ¿qué tiene de energético ver a un abuelito enfrentándose a una turba de jóvenes encapuchados? Será el meme de la derrota.
Por la mirada del presidente, me di cuenta de que no debía insistir. Por absurdo que fuese, él estaba dispuesto a darle en el gusto al ministro, pues era la única de varias sugerencias que había tomado en cuenta. Ese afán del mandatario (concede algo a cada quien, como gesto de deferencia) lo llevó en varias oportunidades a armar un puzzle de decisiones inconexas que resultaban difíciles de comunicar, lo que entorpecía la gobernanza e incitaba los errores no forzados.
Una vez finalizada la transmisión del discurso, salí por el subterráneo de palacio y tomé la calle Morandé camino de regreso a la casa del diputado para devolver la camioneta. Pasé el semáforo que colinda con Compañía, avancé unos cuantos metros y me detuve. Sentí la imperiosa necesidad de bajarme para respirar el aire cargado a lacrimógenas y humo. A esas altas horas de la noche había pocos disturbios y se me apeteció palpar la realidad, que dentro de palacio tiende a tornarse lejana y conceptual. Además, después de mi episodio reciente había perdido momentáneamente el miedo. "Si no terminé molido a palos cuando bailaba, menos ahora". Saqué un cigarrillo, lo encendí y di la vuelta a la manzana. Mantuve mi credencial en el bolsillo, a mano, para mostrarla selectivamente. Me cruzaba con carabineros, la exhibía; encapuchados corriendo de forma aislada, la escondía; uno que otro bombero con la cara sucia, la exhibía; los habituales mendigos que merodeaban el centro de Santiago, la escondía. Estaba terminando el recorrido, cuando me topé de frente con el ex-Congreso Nacional. No pude evitar recordar que fue en ese lugar donde se gestó una guerra civil que cobró más de cuatro mil vidas. ¿Se repetiría la historia? Un extraño impulso me invitó a cruzar la calle para tocar los barrotes donde se había iniciado la revolución que enfrentó a los balmacedistas contra los parlamentaristas a fines del siglo XIX. No alcancé a dar un paso, cuando un carro de bomberos cruzó a toda velocidad y ensordeció mis planes con su espantosa chicharra. Era la hora de volver a casa. Retorné a paso acelerado hacia la camioneta, como si quisiera huir de mi sombra. Desactivé la alarma, abrí la puerta, encendí el motor, chequeé las luces y puse primera. Miré el espejo retrovisor y, antes de apretar el acelerador, me detuve un instante para preguntarme: ¿Cómo diablos llegué hasta acá?
Bonus track: El falso documental
🎥 La campaña del "rechazo con amor" marcó la última colaboración profesional de Jorge Selume con Sebastián Piñera, aunque no fuera directamente con él y el expresidente tuviera poca influencia en las decisiones de la campaña. Selume confiesa durante todo el libro una profunda admiración por Piñera, aunque "la campaña se sostenía en que él no apareciera públicamente hablando en favor del Rechazo". En esa campaña, idearon la estrategia de "poner en pantalla testimonios de voceros improbables", lo que lo llevó, junto a los mellizos Zegers, a trabajar en la producción de estos testimonios y en la compleja tarea de ocultar algunos detalles problemáticos.
✈️ Una de las situaciones más delicadas fue el viaje a Argentina para grabar un falso documental con Matilde, una chica trans cuyo testimonio fue incluido en la franja del Rechazo. Sin embargo, Matilde se convirtió en un dolor de cabeza para Selume cuando surgieron antecedentes desconocidos sobre su historia y, además, su participación en un podcast de la comunidad LGBTQA+ donde declaró con entusiasmo: "¡Ahora soy actor, weona!". Este episodio, según Selume, reflejó los desafíos y tensiones detrás de la producción de la campaña, donde la estrategia y el manejo de la personalidad de Matilde, o Alejandro como también le llaman, fueron cruciales.
—Seba, creo que tengo una idea.
—Lo que sea, porque, así como estamos, no podemos hacernos cargo de este gallo mucho tiempo más.
—¿Qué pasó con el documental que iban a hacer de Matilde? ¿Esa idea sigue vigente?
—Estái loco, este gallo nos tiene enfermos, quiero que esto termine y no volver a verlo más.
—Creo que sería buena idea seguir adelante con el documental... a partir de ahora.
—No te entiendo.
—Me refiero a que filmaría el documental ahora ya. Si queremos que Matilde esté lejos de la prensa, lo primero que tenemos que hacer es sacarlo de acá y desconectarlo del celular. ¿Y qué mejor que la filmación de un documental, haciendo un
recorrido de su vida, viajando por diferentes lugares para sacarlo de la contingencia y mantenerlo en paz?
—No es una mala idea.
—¿Me sigues?
—Sí..., pero necesitaré a mi equipo, gente de confianza.
—¿Cuántos?
—No más de cuatro. Dos cabros, yo y Cristóbal.
—Ojalá siempre haya uno de ustedes, para que Alejandro se sienta en confianza.
—Eso está difícil, ¿cuándo quieres partir?
—Si se puede, hoy mismo —contesté fulminante.
—Hoy es imposible, Jorge, necesito mínimo dos días para organizar todo.
—Ok. Entonces nos quedan dos días más de riesgo. Hagan lo que puedan para mantenerlo fuera del alcance de la prensa.
—Podemos armar reuniones con él para preparar el viaje, elegir los lugares a visitar, todo lo que se nos ocurra para ganar tiempo.
—Oye, Seba, una última cosa.
—¿Qué?
—Manténgalo entretenido.
Corté el teléfono y me observé en el espejo retrovisor. “¿Qué chucha estoy haciendo?”, pensé. El semáforo se puso en verde y continué avanzando. A los dos días, un pequeño equipo de filmación partió a Maitencillo con Matilde. Fue el comienzo de un viaje que duró cerca de dos semanas, tiempo necesario para que regresara poco antes de la votación. El tema no volvió a reflotar en la prensa y, durante ese lapso, el principal desgaste fue la contención psicológica del equipo que jugó el rol de chaperones de Matilde durante el rodaje del “falso documental”. Visitaron lugares de Chile y también Buenos Aires. En cada parada, Matilde pasaba del cielo a la tierra en cosa de segundos. Ciclaba más rápido que las murallas de un huracán. En un minuto quería regresar a Santiago y, al siguiente, continuar viajando.
En un segundo quería ir de shopping y, al siguiente, fumarse un porro de marihuana. Gestionar su felicidad era una tortura para el equipo. Lo peor del caso —para personas soñadoras y creativas como los Zegers— es que el material de la grabación era deplorable. Por último, pensaban ellos, de esta crisis podía salir algo positivo, un documental que tuviera algún valor audiovisual. Pero no. Matilde era un meloso que lanzaba besos a la cámara cada cinco minutos y que posaba frente al lente como si estuviera modelando contra un espejo. Aún recuerdo la risa de Sebastián cuando le dije, a modo de ácido consuelo, que lo que sí tendría valor sería producir un documental acerca del falso documental que unos mártires audiovisuales tuvieron que filmar para mantener alejada una bomba en plena campaña electoral.